Debo ponerme tan rara. O a Jujuy, a Quetzaltenango. Ir a buscarme. Porque todo lo pienso con la secreta ventaja de no querer creerlo a fondo.
Tal vez ahora no le pegan, o no pudo conseguir abrigo. Llegaremos bien a tu Bach y a tu Brahms. Es un camino tan simple. Sin plaza, sin Burglos. Y que al final de la plaza empieza el puente. Empieza, sigue. La plaza Vladas, el puente de los mercados. Pero me he vuelto canalla con el tiempo, ya no le tengo respeto. Esto yo lo pensaba.
No sabe lo que se echa encima. Teseo se adelanta solo. Contempla largamente a Ariana antes de volverse al Rey. Ariana se aparta hasta quedar apoyada en la pared del laberinto. Cnossos no se regocija con vuestra muerte. Es preciso. Se ve al mirarte que te ordenas en torno de tu voluntad, como otros en torno de su gracia o su silencio.
Hasta en ella nos asemejamos. En Atenas me hablaron de Ariana. Tengo un problema: salir del laberinto. Me aconsejaron caminar con los ojos cerrados para evitar las ilusiones; el instinto crece con la sombra y el desamparo. Nadie nos oye y yo soy Teseo. Creta y Atenas, la nada. Es casi un saber, algo que participa de la amenaza y el ultraje.
Yo ataco. Todos ellos me estorbaban. Cada uno se construye su sendero, es su sendero. Me obedezco sin preguntar mucho. De pronto me descubro una peligrosa facilidad para encontrar palabras.
Me preocupa su astucia. Y luego Tiene que morir, has venido a eso y no hay ya que hablar. Nos entendemos bien. Lo que llamas matar Hubieras hecho lo mismo en mi lugar.
Egeo tiembla cuando los vientos empiezan a alzarse desde las aguas, y el plazo se cierra inevitable. Y el Egipto, donde repiten las maravillas del laberinto.
La venganza de Atenas se abre paso hacia tu garganta que hierve con las hormigas del perjurio. No pensaba en Ariana. Pero yo debo matar al Minotauro. Solamente los hombres. Duele decir: hermano. Y alguien marcha contra ti mientras mi ovillo decrece, vacila, brinca como un cachorro en mis manos y bulle quedamente Los ojos de Teseo me miraron con ternura.
Todo tan claro y manifiesto. Del laberinto asciende una sonoridad de pozo, de tambores apagados. Pasos, gritos, ecos de lucha, todo se confunde en el uniforme murmullo como de mar espeso. He visto jueces que humillaban la cabeza al condenar. Pero yo te miro de frente porque no te juzgo. No te mato a ti sino a tus actos, al eco de tus actos, su resonar lejano en las costas griegas. No me ves con tus ojos, no es con los ojos que se enfrenta a los mitos.
Ya ves, el hilo de agua se seca como todos. Ahora veo solamente el laberinto, otra vez solamente el laberinto. Tu cintura es un junco entre mis dedos, tu cuello la vaina delicada de la alubia.
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